Limites IV
Los muros son elementos más útiles en lo simbólico que en lo práctico, lo que no quita que se deba aportar una justificación que todos entendemos decorativa.
Cada año en mis viajes hago alto en Procopia y me alojo en la misma habitación de la misma posada. Desde la primera vez me detengo a contemplar el paisaje que se ve corriendo la cortina de la ventana: un foso, un puente, un murete, un serbal, un campo de maíz, una zarzamora, un gallinero, el lomo amarillo de una colina, una nube blanca, un pedazo de cielo azul en forma de trapecio. Estoy seguro de que la primera vez no se veía a nadie; fue solo el año siguiente cuando, por un movimiento entre las hojas, pude distinguir una cara redonda y chata que roía un choclo. Al cabo de un año eran tres sobre el murete, y al regresar vi seis, sentados en fila, con las manos sobre las rodillas y algunas serbas en un plato. Cada año, apenas entraba en la habitación, levantaba la cortina y contaba algunas caras más: dieciséis, incluidos los de allá abajo en el foso; veintinueve, ocho de ellos acurrucados en el serbal; cuarenta y siete sin contar con los del gallinero. Se asemejan, parecen amables, tienen pecas en las mejillas, sonríen, alguno con la boca manchada de moras. Pronto vi todo el puente lleno de gentes de cara redonda, en cuclillas porque ya no tenían más lugar para moverse; desgranaban las mazorcas, después roían los zuros.
Así, un año tras otro, he visto desaparecer el foso, el árbol, el serbal oculto por setos de sonrisas tranquilas, entre las mejillas redondas que se mueven masticando hojas. Es increíble, en un espacio reducido como aquel campito de maíz, cuántos puede haber, sobre todo si se sientan abrazándose las rodillas, sin moverse. Han de ser muchos más de los que parece: he visto cubrirse el lomo de la colina de una multitud cada vez más densa; pero desde que los del puente tomaron la costumbre de ponerse a horcajadas los unos en hombros de los otros, no consigo ver tan lejos.
Finalmente este año, al levantar la cortina, la ventana sólo encuadra una superficie de caras: desde un ángulo hasta otro, en todos los niveles y a todas las distancias, se ven esas caras redondas, quetas, muy muy chatas, con un esbozo de sonrisa, y entre ellas muchas manos que se sujetan a los hombros de los que están delante. El cielo mismo ha desaparecido. Da igual que me aleje de la ventana.
No es que los movimientos me sean fáciles. En mi cuarto nos alojamos veintiséis: para mover los pies tengo que molestar a los que se acurrucan en el suelo, me abro paso entre las rodillas de los que están sentados en la cómoda y los codos de los que se turnan para apoyarse en la cama: todas personas amables, por suerte.
Las ciudades continuas. 3
Las ciudades invisibles. Italo Calvino
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